martes, 10 de noviembre de 2009

Lucas

Lucas tenía miedo. Siempre tuvo miedo. Cuando chico jugaba solo. Unas pocas veces se acercó a unos pocos chicos, que se hicieron amigos, sus verdaderos amigos. Dos o tres personas, heterogéneas por separado, pero que encajaban perfectamente formando la A de amistad.
Los miedos de Lucas eran de lo más variopintos. Lo extraño eran las cosas a las que no le tenía miedo. A diferencia de los otros chicos, él podía entrar a un cementerio de noche y recorrerlo sin que le temblara la rodilla, nunca le tuvo miedo a los monstruos de abajo de su cama. Es más, quería conocerlos. Sólo para saber como eran, si como él preferían las barritas Kinder a los huevos, si odiaban los cartones de fibras y las medias que le regalaban todos los años para su cumpleañós, y, si se animaba a preguntarles, si querían ser amigos. Nunca supo si fue porque no existían, o porque las ansias que tenía de conocerlos los asustaron, pero jamás aparecieron.
Lucas se sintió abandonado por los monstruos. Qué cosa más frustrante, pobre pibe. Que te abandonen los seres que más ganas tenés de conocer, y que encima era el único con ganas de conocerlos.

1 comentario:

  1. sí, es verdad, es harto frustrante y encima en un párrafo tan chico que uno dice pero entonces explicame cómo es que estas sensaciones raras se amoldan tan bien a espacios reducidos y a veces aún en otro sitio -este es enorme- se quedan ahí, en un rincón y la fuerza es la misma y qué triste, lo siento mucho por lucas, yo prefiero las barras kinder pero debajo de mi cama tampoco hay monstruos, sólo, a veces, otro colchón, pero siquiera todo el tiempo.

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