viernes, 23 de abril de 2010

Era un detalle, tal vez algo no tan menor. Un suceso que esperaba compartir, digamos. Después de tanto tiempo, valía estar juntos en ese momento como algo simbólico, pero decidió irse. Esto le generó un vacío que como un agujero negro tragó y deshizo todos sus deseos para con él, no queía nada sexual, ni decir o hacer algo romántico, incluso le molestaba la idea de estar compartiendo la cama.
Veia, sentía, oia, su cuerpo delante mío y me molestaba. No dije nada, pero se notó. "Si tiene que saberlo, que se de cuenta solo."

domingo, 11 de abril de 2010

28

Estaba sentada en un rincón del compartimiento, la pesada maleta sobre su cabeza. Karenin se apretaba contra sus piernas. Estaba pensando en un cocinero del restaurante en el que trabajaba cuando vivía en casa de su madre. Aprovechaba cualquier oportunidad para darle una palmada en el trasero y con frecuencia la invitaba, en presencia de todos, a acostarse con él. Era curioso que pensase precisamente en él. Representaba un ejemplo directo de todo lo que le repugnaba. Pero en lo único que pensaba ahora era en localizarle y decirle: "Tu decías que querías acostarte conmigo. Aquí estoy."
Tenía ganas de hacer algo para que ya no le quedara escapatoria. Tenía ganas de destruir brutalmente todo el pasado de sus últimos siete años. Era el vértigo. El embriagador, el insupertable deseo de caer.
Tambié podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percarta de su debilidad y no quiere luchar contra ella, si no entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y aún más abajo que abajo.
Trataba de convencerse de que no se quedaría en Praga y ya no trabajaría como fotógrafa. Regresaría a la pequeña ciudad de la cual la sacó una vez la voz de Tomás.
Pero cuando llegó a Praga, no tuvo más remedio que quedarse allí durante algún tiempo para resolver muchas cuestiones prácticas. Empezó a postergar su partida.
Así pasaron cinco días y en la casa de pronto apareció Tomás. Kerenin estuvo un largo rato saltándole a la cara, de modo que durante bastante tiempo les libró de la necesidad de decirse nada.
Se sentían como si estuviesen en medio de una planicie nevada, temblando de frío.
Luego se aproximaron como dos enamorados que aún no se han besado.
El le preguntó:
- ¿Estaba todo bien?
- Sí -Contestó.
- ¿Has pasado por la revista?
- Llamé por teléfono.
- ¿Y?
- Nada. Estaba esperando.
- ¿Qué?
No le respondió. No podía decirle que le esperaba a él.

De "La insoportable levedad del ser," Milan Kundera, 1984.